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La historia del pensamiento suele abor¬darse de dos maneras. La primera y más antigua se centra en los dramatis personae, en los pensadores mismos y sus biogra¬fías; en este caso, las ideas parecen pro-longaciones o sombras proyectadas por individuos excepcionales, y no es raro que se las pierda de vista como estructu¬ras de significado o exponentes de la fide¬lidad a una causa. El segundo enfoque, en lugar de apuntar a los hombres, se dirige a los sistemas, escuelas o «ismos»; no a los Bentham ni a los Mili, sino al utilitarismo; no a los Hegel ni a los Bradley, sino al idealismo; no a los Proudhon ni a los Marx, sino al socialismo. También este procedimiento tiene sus peligros, pues con harta frecuencia se considera a tales sis¬temas como algo irreductible, y no como constelaciones de supuestos e ideas que pueden descomponerse y reagruparse en sistemas diferentes.
Nisbet nos propone un tercer camino, que consiste en seguir la evolución de la sociología -particularmente en el período que va de 1830 a 1900, durante el cual se desprendió progresivamente de su matriz filosófica original- a partir de cinco ideas constitutivas básicas que él denomina (con una metáfora química tomada de Lovejoy) «elementos»: la comunidad, la autoridad, el status, lo sacro y la alinea¬ción son las nociones que dan a la tradi¬ción sociológica su continuidad y cohe¬rencia, y en torno de las cuales se origina¬ron todos los grandes debates.
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