"¡Dispare! ¡No tenga miedo!", le gritó al soldado que había recibido la orden de matarle. Era octubre de 1967, y lo ejecutaron a sangre fría tras haberle herido y capturado en la quebrada del Yuro, al este de Bolivia, junto a los pocos hombres que le quedaban de su destacamento: aquel grupo minúsculo de guerrilleros con el que pretendía encender la mecha revolucionaria y extenderla desde allí a todos los pueblos de América.